Diario La Capital, Lunes 04 de Febrero de 2019

"Los discursos del odio vuelven tolerable a la desigualdad social"

Gabriel Giorgi es egresado en Semiótica Universidad Nacional de Córdoba. Docente en Lenguajes y Literatura en Universidad de Nueva York. Investigador sobre lenguaje y análisis político.

En lo estatal. Para Giorgi, en Brasil hay un caso testigo de violencia verbal permanente.

Por María Noel Do

"Videla volvé". "Gronchopolis". "Loka y viuda negra". "Putos derechos humanos". "Muerte a los K". "Tan fea que nadie podría violarla". "Sería incapaz de amar a un hijo homosexual". "Hay que rociar todas las villas y quemarlas". "A ese chorro hay que incinerarlo". Hay una nueva normalidad del odio en posteos, comentarios y cadenas de mensajes donde se prenden luces de alerta y que son el objeto de estudio de Gabriel Giorgi. Frases extremas que campean en el habla convencional en redes, en los comentarios de lectores a notas, en el sentir político de la escritura digital, en donde se comparte el hecho de odiar en común. El enfoque de Giorgi está en diálogo con las obras de Michel Foucault, Roberto Espósito, Giorgio Agamben y Gilles Deleuze, y se inscribe en la tradición de la biopolítica, que ha planteado nuevos ejes para pensar la cultura y sus problemáticas.


—¿Qué rol cumplen tanto los medios como las redes sociales en la proliferación del odio?

—Sucedió una transformación muy radical de las esferas públicas, esas esferas públicas que se organizaron en torno a la prensa gráfica y a la televisión como los lugares donde se aglutina lo público, que siguen existiendo y siguen siendo los lugares centrales, pero que empiezan a estar acompañados por esta otra periferia o zona digital donde aparecen la posibilidad de enunciaciones enmascaradas o anónimas como el comentarista online o el troll. Es totalmente diferente al periodista con firma o la lógica del periodista que hace el artículo de opinión, así como el panel o el foro en los programas de televisión. Aparece un territorio de lo anónimo e impersonal de esa voz colectiva difusa contradictoria, sin forma y sin posiciones claras. Es ahí que empieza a tener una relevancia cada vez más significativa para que actúe la política y tome lo que le convenga de ese barro.

—¿Fueron funcionales los gobiernos también a este tono discursivo del odio?

—Durante el gobierno kirchnerista era la palabra crispación, el uso de un vocabulario crispado, que después empezó a crecer. Cuando Macri gana hay una reconfiguración de los lugares de legitimidad, donde esos tonos, enunciados y sentidos que estaban en el circuito de las redes sociales empiezan a resonar más con la palabra justificada que venía del Estado. Hay un cambio sustantivo en los modos del habla democrática que por un lado el gobierno habilitó, y por otro lado apropió. Hay un momento muy interesante para marcar en la historia corta de esto: la editorial del diario La Nación el día siguiente de la victoria de Macri, donde se pide por la libertad de los genocidas. Ese tipo de demanda o expresión en torno al pacto de los Derechos Humanos, esa transformación del modo de hablar sobre el terrorismo de Estado ya estaba presente en los modos de hablar y en el subsuelo de los territorios electrónicos. Ese es el momento que sube a la forma más clásica, tradicional y más legítima de la esfera pública.

—¿Qué tiene de distintivo el campo de las redes en relación a cómo circula el odio en el discurso de medios y políticos?

—A nivel de muchas operaciones mediáticas es consciente, deliberado y estratégico incentivar esas dimensiones emocionales que están siempre, pero el territorio electrónico permitió que lo que estaba flotante, más efímero y más incierto, se volviera permanente y se archivara. En suma, se vuelve memoria porque quedó ese registro. Hay una capacidad de los medios tradicionales, en especial la televisión, para operar sobre esa energía que circula en los medios electrónicos, que le impone una tonalidad tan crispada y violenta de lo democrático contemporáneo, esa "promesa de violencia permanente" que parece ser el modelo de habla democrática en que estamos metidos hoy. Son procesos muy rápidos y estamos todavía viendo qué pasa. Al momento Brasil es el caso testigo, entiendo que no se podría dar vuelta atrás a esto que pasa hoy a nivel de los enunciados públicos. También Estados Unidos es otro caso de odio discursivo.

—El caso de Brasil es contundente.

—Bolsonaro es el tipo que dejó de mediar entre ciertos enunciados brutales del odio y el vocabulario político. Repite lo que aparece en foros en el terreno de lo electrónico, y al mismo tiempo se retiró de las esferas públicas tradicionales y empezó a funcionar en otros circuitos, como las iglesias evangélicas. Reconfiguró el habla política, se retiró de la televisión y de los diarios. Es muy interesante observar que las esferas públicas están siendo desestabilizadas, fragmentadas. Hay que ser cautos, porque hay que ver cómo se gobierna con este tipo de enunciados, ¿Qué clase de gobierno es este? ¿Funciona o no? Por otro lado, para Trump estas estrategias de incentivación de pasiones reactivas en el espacio público le funcionaron muy bien al comienzo y durante su campaña, pero en estos últimos dos años le da menos rédito.

—¿Cuál es entonces el ciclo de estos procesos?

—Estos discursos vuelven habitable o tolerable a la desigualdad social, la vuelven parte de una realidad estructural ontológica a la cual pareciera no haber solución política. Los enunciados de odio se vuelven parte de una realidad de lo dado, los enunciados vienen a materializar esa falta de política. Un ejemplo se da en la administración de Macri, con la figura sin filtro de Patricia Bullrich. En poco tiempo los "enemigos" de la sociedad proliferaron, primero fueron los terroristas mapuches con su reclamo territorial, después las feminazis en tetas en Trelew, después los ocupantes de tierras y el caso Orellano, después son los inmigrantes... Es notable la capacidad de producir, de forma casi anecdótica y de memoria corta, enemigos que hay que combatir y que son como figuritas disponibles estratégicamente que después de un tiempo se pueden reactivar. Es una lógica de gobierno que en lugar de aspirar a la resolución de conflictos por la vía del diálogo democrático está intensificando focos de conflicto bajo la lógica de la seguridad y de la amenaza permanente. Bolsonaro es un tipo que hace campaña con la promesa de armas para todos y de enseñarles a niños a partir de los 5 años a usarlas. Su gesto del revólver funcionó como el condensador de los sentidos que el discurso ni siquiera ya puede enunciar. ¿Cuánto se sostiene esto en el tiempo? Pero es lo que se les ocurre a algunos sectores del poder político en lo que parece ser estratégico en este estado de cuasi guerra permanente como funcionamiento de lo social.

—¿Es una vuelta a pensar la vida en democracia?

—La democracia tiene esa capacidad de no admitir ninguna definición estable. Pero a diferencia de las discusiones de hasta hace dos o tres años atrás —en donde había un consenso de lo que entraba o no en el espacio de lo democrático— ahora ese pacto se está deshaciendo en una cierta democracia por segregación. En contrapartida, este es el momento del gran laboratorio político de los feminismos, donde hay una articulación transversal que permite imaginar de otra forma el espacio común, el de las igualdades y desigualdades, la relación de la política con la vulnerabilidad de los cuerpos, y cómo respondemos colectivamente a lógicas de violencia que el capitalismo impone. Es un momento en que tenemos dos lógicas de lo democrático en disputa y es un momento de peligro histórico: de una idea de democracia que promete guerra al paroxismo, y una idea de democracia en la que se puede inventar otra posibilidad a la vida compartida en sociedad.

—¿Entra en juego el concepto de biopolítica en este momento?

—La biopolítica es esa concepción de lo político en la que se pone en disputa permanente cómo una sociedad construye y traza las distinciones entre las vidas a proteger y otras a abandonar. Lleva a preguntarnos qué es una vida y que es la vida en común. Y ahí tiene sentido la biopolitica. La cuestión no es cómo se construye el bien común de lo político, sino también pensar que ése bien común está siempre trazando fronteras entre las vidas que valen y las que no valen nada en democracia. La escritura y enunciados del odio se reconfiguran en procesos de re-naturalización de unas clases sociales o ciertas élites para desestabilizar luchas democráticas y de derechos humanos ganados. Los mapuches terroristas, las feminazis, los negros, los inmigrantes, son sujetos de enunciados de gran pobreza imaginativa que funcionan como aceleradores de derrames que recorren la esfera social y dejan entrever las precarias matrices cívicas y políticas actuales.

>> Ambitos de pensamiento

Gabriel Giorgi estudió en la Universidad de Córdoba y en la Universidad de Nueva York. Escribió sobre literatura argentina y latinoamericana, género y sobre cine. Es autor de "Sueños de exterminio. Homosexualidad y representación en la literatura argentina". En 2014 fue publicado "Formas comunes. Animalidad, cultura, biopolítica". A fines de noviembre visitó la ciudad para el tercer Encuentro de Memoria y Relatos organizado por la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR, el Museo de la Memoria de Rosario, la red latinoamericana Katatay y el Centro Cultural Parque de España.

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