Borrar el nombre

La Capital - 26/01/16

Por Rubén Chababo

Laura Bonaparte sufrió la violencia desplegada por el Estado en la década del 70: siete miembros de su familia fueron desaparecidos y asesinados. Un centro de reeducación social llevaba su nombre.

Como la de los Tarnopolsky y la de los Oesterheld, la suya fue una familia diezmada. Siete de sus miembros fueron desaparecidos y asesinados, algunos bajo el régimen constitucional de Isabel Martínez de Perón, otros en plena dictadura. Sus dos hijas, sus dos yernos, su hijo, su nuera y el padre de sus hijos fueron arrebatados de su lado por la violencia desplegada por el Estado. Laura Bonaparte Bruschtein era una sobreviviente de diferentes masacres y con esos estruendos a sus espaldas atravesó más de treinta y cinco años de historia argentina.

En uno de sus escritos confesó que nunca olvidaría aquel caluroso día de enero de 1976 cuando en un juzgado de la ciudad de la Plata un funcionario le entregó, a ella y a su compañero, las manos cortadas de una de sus hijas, encerradas en un frasco de vidrio, único resto del cuerpo de quien en vida fuera alfabetizadora. Tampoco aquella frase que gritó, justificando el atropello, un miembro de la patota que secuestró a Santiago Bruschtein, luego de que este presentara una denuncia ante la Justicia por la desaparición de sus tres hijos: "¿Pero cómo se atreve este judío de mierda a hacerle un juicio de asesinato a las Fuerzas Armadas?".

Con el paso del tiempo y al regreso de un exilio que la llevó a refugiarse en México, Laura Bonaparte Bruschtein habría de convertirse en uno de los referentes más destacados del movimiento de resistencia civil más emblemático del continente americano, el que constituyeron, a partir de 1977 las madres de los desaparecidos. Al igual que tantos otros hombres y mujeres golpeados por la adversidad, supo, desde muy temprano, que la forma más eficaz de combatir lo injusto era resistir sin odio, porque el odio, como una pócima maléfica, tiene siempre la capacidad de dañar las causas más nobles.

En los años ochenta, durante la guerra civil en Centroamérica, aceptó cumplir funciones de observadora de Amnistía Internacional, trabajando en diferentes campos de refugiados ubicados en la frontera entre El Salvador y Guatemala, lugares realmente infernales, poblados de huérfanos, viudas y lisiados. Unos años más tarde decidió viajar al Líbano para expresar su rechazo a las violaciones a los derechos humanos realizadas por la invasión del ejército israelí, y luego a Srebrenica, en la ex Yugoeslavia, para solidarizarse con las mujeres musulmanas, cuyas familias habían sido víctimas de la política de exterminio étnico por parte de serbios y bosnios.

Allí donde había un legado de violencia, su propia memoria familiar le indicaba un destino que no era en absoluto diferente a aquel que había comenzado a construir en los años sesenta en Lanús cuando se había sumado a las campañas alfabetizadoras en un penal de mujeres.

Laura Bonaparte entendía que el único modo de enfrentar la adversidad era trabajando para restaurar siquiera un mínimo de la dignidad avasallada. Sabía que el resultado de ese esfuerzo era ínfimo comparado con la brutalidad de los estragos perpetrados por la violencia, pero sin embargo insistía en profundizar esa huella casi imperceptible. Quienes la conocieron aseguran que su mayor virtud era la de la insistencia en construir mientras tenían lugar los derrumbes.

Laura Bonaparte de Bruschtein murió en junio de 2013 a los 88 años de edad. Dos años más tarde un grupo de amigos y profesionales del área de salud mental propuso que el histórico Cenareso (Centro Nacional de Reeducación Social) llevara su nombre. Una propuesta que recibió media sanción de la Cámara de Diputados y que a nadie se le ocurrió cuestionar por la legitimidad biográfica de quien portaba ese nombre.

Sin embargo, hace unos días atrás, el recientemente designado ministro de Salud de la Nación, Jorge Lemus, decidió dar marcha atrás con esa decisión, ordenando retirar el nombre de Laura Bonaparte de toda folletería y cartelería. De ese modo, lo que había sido pensado como gesto reparatorio y de homenaje al legado de una vida, se transformó en pie de agravio a su memoria.

Nada, absolutamente nada en la biografía de Laura Bonaparte habilita una observación de carácter ético negativo, y no hay otras razones que no sean las de la necedad y la torpeza que puedan servir de explicación para la borradura de su nombre. Su compromiso fue, en cada una de sus acciones, el de mantener fidelidad a los valores de la dignidad humana, allí donde esa dignidad se vio amenazada, no por agentes extraños, sino por sus propios semejantes, los de su misma especie.

Cuando hace ya casi cien años el soviet ordenó borrar el nombre del poeta Osip Maldesthan de las bibliotecas y archivos de toda la Unión Soviética, Nadeya Maldestham, su viuda, sentenció, desde el exilio interno al que había sido confinada: "No me impacienta este gesto de intolerancia, su obra sabrá atravesar el fuego de cualquier olvido". Y no se equivocó. La poesía de su amado Osip sigue tan poderosa y viva como en aquellos tempranos años 30 del siglo pasado. La acción de los custodios del dogma, lejos de oscurecerla, terminó por iluminarla, dotando a sus versos de un carácter aún más resistente al que ya tenían en vida del gran poeta.

No debiera ser leída esta cita en clave de consuelo, sino como esperanzador y certero presagio del lugar que siempre terminan ocupando los justos, todos los hombres y mujeres justos, en el corazón de la Historia.

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